LEISA: En el Perú la Reforma Agraria modificó los derechos y la jurisprudencia de la tenencia comunal de la tierra, pero definió formas colectivas de tenencia. ¿Consideras que este proceso influyó en el control del territorio por las poblaciones que lo habitaban, sean estas andinas o amazónicas?
Alejandro Diez: En los últimos veinte años se “desarrollan” las dimensiones territoriales de la propiedad y de la ocupación de la tierra. Se da en los territorios amazónicos, que son muy importantes, pero también en los espacios no controlados y más libres de las comunidades campesinas, y en todo el resto de los espacios intercomunales. Cuando la gente reclama por temas de minería, por ejemplo, en realidad no está pidiendo o reclamando necesariamente la propiedad de los recursos, está reclamando un grado de control territorial o de participación territorial. Entonces, en los últimos 20 años observamos una eclosión de los derechos y dimensiones territoriales de la ocupación de la tierra, en costa, sierra y selva. No es un movimiento ni proceso solamente peruano; en realidad es un movimiento internacional que se expresa en diversas dimensiones; la Ley de Consulta Previa está inserta en la misma dirección, dentro del mismo proceso.
Protesta de organizaciones campesinas y frentes de defensa contra el proyecto minero Conga en Cajamarca, Perú (2013). Blog Celendín libre (celendinlibre.wordpress.com/tag/conga-no-va/)
LEISA: En este contexto, ¿cómo se interrelacionan la propiedad de la tierra y el control territorial?
Alejandro Diez: La consolidación y formalización de los derechos de propiedad es un elemento central. La propiedad pura y dura, propiedad privada, que tiene que ver con los procesos de titulación del Estado, la necesidad del saneamiento de la propiedad y el registro de la titulación. En la primera mitad de la reforma agraria, la propiedad agraria siempre fue imperfecta. Una de las cosas que hizo Fujimori fue definir que la propiedad es igual para todos; entonces, ahora una comunidad campesina titulada es igualmente propietaria que una corporación. Esta forma de propiedad no existía antes en el Perú, ahora es la norma para todos. Pero esta propiedad, si no tiene derechos territoriales, es una propiedad limitada; las demandas sociales están dirigidas a la ampliación de los derechos de propiedad sobre otras dimensiones que tienen que ver con los beneficios, el control y el territorio.
Es necesario señalar que estos fenómenos sociales son más propios de las zonas andinas y costeñas y son diferentes a los de la selva. En la selva la solución “propietaria” aplicada nunca fue una buena solución porque otorga a las comunidades nativas un acceso muy limitado a una porción pequeña de propiedad, que en realidad no les permite la reproducción de las formas tradicionales de manejo del territorio que tenían antes. Entonces, los reclamos territoriales son una mejor opción; aunque también son imperfectos, presentan algunas ventajas.
LEISA: ¿Por qué razones los reclamos territoriales no serían una solución a las limitaciones de los derechos de propiedad para las comunidades nativas?
Alejandro Diez: Por varias razones. Primero porque los derechos territoriales son derechos imperfectos, no son derechos de propiedad; aunque estipulan una serie de derechos de acceso y algunos grados de control, finalmente solo otorgan
derechos de uso, y no exclusivos. Por lo general todos los derechos territoriales son más “compartidos” que los derechos de propiedad, que tienden a cierta exclusividad. Por ello, el control territorial tiene que pasar por los derechos del propietario, es decir, del dueño del suelo, que puede ser cualquiera –y que a veces es el Estado–, pero también tiene que incluir a todos los demás derechohabientes territoriales. Además el Estado conserva siempre una parte de dicho control. Por ejemplo, cuando se otorga una concesión a alguien, el concesionario está técnicamente también adquiriendo derechos territoriales, no importa si es una empresa petrolera, minera, de uso de bosques, de uso de aguas. Cuando al gobierno regional se le da la posibilidad de generar una reserva comunal o regional, también se está convirtiendo en un actor con derechos. Por eso estas reservas no son la solución para las comunidades nativas, porque siempre van a ser territorios compartidos.
Cierto es que, por otro lado, las comunidades nativas también están cambiando. Hace poco, en la universidad hemos hecho una investigación sobre economía familiar en comunidades indígenas amazónicas para el Ministerio de Desarrollo e Inclusión Social (MIDIS), y se constata que para una parte significativa de la población nativa la necesidad de dinero es tan importante como para la gente de ciudad. Cada vez es más difícil vivir en forma tradicional, como vivían antes. Y por ello están generando mecanismos de intensificación de uso de tierras, de bosques, de los ríos. Por lo tanto, para la población amazónica los derechos propietarios también tienen sentido, y algunas comunidades están empezando a manejar su territorio en formas parecidas a las de las comunidades campesinas de la sierra.
LEISA: ¿Tendría la gestión colectiva capacidad jurídica para la defensa y protección de los recursos naturales de su territorio (biodiversidad, agua, suelo) ante el acaparamiento de tierras para fines privados propiciados por inversionistas foráneos?
Alejandro Diez: Todo este tema de los derechos colectivos está siempre sujeto a la capacidad del colectivo de autorregularse y de gestionar. Y esa capacidad siempre ha traido el incremento del nivel educativo y experiencia de los dirigentes comunales; hay cada vez gente más capaz en muchas comunidades aunque también es cierto que en muchas localidades los reclamos y expectativas de la población y los problemas que se enfrentan superan la capacidad interna para autogestionarse. Los ejemplos más curiosos son las comunidades con abundancia de recursos, como las comunidades nativas matsiguengas de la zona de Camisea, o comunidades campesinas como Sechura, en la costa norte, que tienen problemas de “gobernabilidad”, por exceso de recursos. No hay capacidad de gestionar la “riqueza monetaria”, cómo manejarla, donde invertirla de manera eficiente y legítima. Por ello, la abundancia de dinero genera problemas internos que cuestionan la propia legitimidad de las directivas.
Dentro de la variabilidad que hay en las comunidades hay algunas reacciones tipo. Por ejemplo: mientras la directiva cumpla sus funciones y haga un “buen gobierno”, nadie discute que eventualmente se pueda beneficiar indirectamente de su gestión. Existe una suerte de doble discurso sobre el dirigente. El discurso del dirigente es: “yo me sacrifico por la comunidad, invierto mi tiempo”, y eso es en buena parte cierto. El discurso del comunero dice en cambio que el dirigente se aprovecha, y también es hasta cierto punto cierto, porque a veces usa el dinero de la comunidad para desplazarse para asuntos comunales pero también para sus propios asuntos. Pero eso tiene cierto límite y hay muchos casos donde, si te encuentras una directiva en problemas es justamente porque la gente no está de acuerdo con que el dirigente haga lo que quiera con el dinero. Es decir hay cierto grado de control social, hay muchos sitios donde los dirigentes tienen que rendir cuentas y si no lo hacen pueden ser destituidos. Pero, en mi opinión, los espacios colectivos de exigencia de control son, en general, débiles e incluso nosotros los investigadores no siempre destacamos cierto grado de corrupción que siempre ha existido en las comunidades; no es que eso sea algo nuevo. Las comunidades cercanas a las ciudades, por ejemplo, son aquellas en las que suele haber más acusaciones de aprovechamiento personal, acusaciones por tráfico de terrenos o por corrupción.
LEISA: En medio de todos estos procesos y cambios, ¿se puede decir que existen políticas estatales, que hay intención de influir, direccionar?
Alejandro Diez: Yo creo que el Estado, desde Fujimori hasta el actual, es prácticamente ciego a las comunidades campesinas y nativas. Ha habido políticas en las que se las incorpora para algunas tareas, pero en realidad no hay una política dirigida específicamente a las comunidades rurales y su problemática. El último informe sobre propiedad de la tierra que ha hecho Oxfam muestra que en Perú hay una gran concentración de la propiedad, pero los datos deben ser analizados con cuidado. En el Perú el censo agrario no distingue entre una gran propiedad privada y una gran propiedad comunal. Entonces parece que hay una cantidad pequeña de propietarios que tienen miles de miles de hectáreas, y la cifra incluye a las comunidades campesinas y nativas que tienen una buena cantidad de la tierra en propiedad. Realmente en el Perú la cantidad de tierra que es propiedad de las comunidades campesinas es enorme y no hay ningún tipo de política, no digamos que las apoye, sino que haga visibles sus necesidades y sus potencialidades.
Y para dar una idea de la situación: no se sabe exactamente cuántas comunidades hay ni cuál es su estado legal real. Los dos Atlas que publicaron el Centro Peruano de Estudios Sociales (CEPES) y el Instituto del Bien Común (IBC) muestran que, dependiendo de la fuente, hay un número distinto de comunidades en el Perú. Hace algunos años, el Ministerio de Agricultura se manejaba una lista “oficial”. Pero con los sucesivos proyectos de titulación y los cambios en la responsabilidad de los mismos, llegamos a la situación actual.
LEISA: ¿Se está refiriendo a la intervención del Organismo de Formalización de la Propiedad Informal (COFOPRI)?
Alejandro Diez: La distorsión comienza antes. Cuando se crearon los gobiernos regionales por primera vez, y se les
transfiere la Dirección de Comunidades, se genera una primera pérdida de archivos y sobre todo del vínculo entre comunidades y Estado; luego esa función regresó a la Dirección de Reforma Agraria, o sea, al Ministerio de Agricultura, y después entra el Proyecto Especial Titulación de Tierras y Catastro Rural (PETT), que funcionaba dentro del ministerio. Después, el segundo Programa de Registro y Titulación de Tierras (PRT2), pasa a COFOPRI y se llevan parte de los archivos. En el camino se pierde también información y luego, al pasar a los nuevos gobiernos regionales, sucede lo mismo. Actualmente varias regiones tienen su oficina de comunidades campesinas, sobre todo en el sur andino, e intentan hacer proyectos con ellas. Pero es impresionante cómo siendo una realidad tan presente, hay tan poca capacidad de propuesta y de ideas respecto de qué se puede hacer. Dentro de todo, la comunidad como institución es una institución del siglo XX, reconocida por el Estado como un medio de protección –y de desarrollo–, primero de indígenas, y luego de campesinos. Existe ciertamente una necesidad de “ponerse al día” institucionalmente, adecuándose al siglo XXI. Y ello es de alguna manera una necesidad para pensar sus proyecciones y su desarrollo.
LEISA: En un tiempo se quiso impulsar la creación de empresas comunales, pero los resultados no fueron favorables.
Alejandro Diez: No funcionaron. Es que la comunidad plantea económicamente una especie de contradicción porque, por un lado, la producción siempre es familiar y la forma de acumulación también es familiar, pero una serie de funciones son colectivas. Además el conjunto de todos los comuneros no es un grupo uniforme sino que hay varios colectivos, grupos distintos con sus propios intereses y opciones. Dentro de las comunidades hay una triple tensión familia-faccióncolectivo. Y las decisiones que se toman a veces favorecen al colectivo en su conjunto, a veces a las facciones, a veces a la familia, dependiendo del contexto de cada comunidad. Antes de la presión sobre los recursos de los últimos 25 años, las comunidades estaban literalmente languideciendo; pero tras la presión que se ha venido ejerciendo sobre sus tierras en las últimas décadas, lo colectivo recibe un nuevo impulso, se refuerza y las comunidades están ahora viviendo una especie de nueva vida, porque responden a una serie de exigencias del exterior. Todo ello en un contexto distinto al de la creación y reconocimiento de las comunidades en el siglo XX. Ahora además de la comunidad hay municipios y muchas otras instituciones; la comunidad no es el único actor relevante en el territorio. Pero tiene la tierra y la defiende, y se proyecta sobre eso. En ese sentido compite, vamos a decir así, con los municipios, los centros poblados y municipalidades delegados. De alguna manera se entiende que el centro poblado menor es la institución para la gestión urbana y la comunidad como la gestión rural. Lo que tenemos es una especie de organización bicéfala, donde hay alcaldes y presidentes de comunidad al mismo tiempo y el funcionamiento de esta organización no es igual en todas las regiones pero las grandes líneas estructurales son las mismas.
LEISA: Los territorios amazónicos y las comunidades indígenas están siendo afectados por la expansión a gran escala de las operaciones de grandes empresas agroindustriales, sobre todo dedicadas al cultivo de palma aceitera, corporaciones extractoras de hidrocarburos, empresas de explotación forestal –muchas de ellas ilegales–. ¿En qué medida es posible controlar esta amenaza y a quién corresponde hacerlo?
Alejandro Diez: Es algo que depende del lugar y agente de control. Las comunidades reconocidas tienen una propiedad y un cierto grado de control y pretensión sobre lo que vendría a ser su territorio adyacente, el problema son justamente los mecanismos para controlar esos territorios adyacentes. Lo que están haciendo las comunidades es pidiendo reservas, áreas de protección comunal, áreas de protección regional, justamente para mantener una lógica de acceso privilegiado –o exclusivo– para ellas, al mismo tiempo que impiden la entrada de terceros. El Estado no las apoya; al contrario, por ejemplo promueve la palma aceitera sumándose a la tendencia global a intensificar la agricultura. Para mí el problema es que no hay ninguna vocación para pensar el espacio territorial y comprender qué significa en términos múltiples: de desarrollo, de sostenibilidad, de derechos compartidos y de derechos distintos de la gente que vive en esos territorios. El espacio del control del territorio es típicamente un espacio de gobernanza y no de gobierno, en el sentido de que depende de correlaciones de fuerzas, de disputas y de intereses diferenciados. Lo que significa que en un territorio es normal que no todos los agentes tengan los mismos intereses. Entonces, al final hay que ver qué equilibrio logras, por cuánto tiempo y a favor de quién, y en eso hay posiciones ideológicas diferentes sobre qué se debería hacer.