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Al iniciarse la agricultura hace aproximadamente 10.000 años, la humanidad ingresó a una nueva forma de relación con la naturaleza. Desde su aparición en la tierra, el ser humano había atendido sus necesidades de alimentación recolectando frutos comestibles, pero con la domesticación de plantas comenzó una nueva etapa. A lo largo del tiempo, diferentes grupos humanos fueron aprendiendo a domesticar y utilizar diferentes especies vegetales que lograron convertir en cultivos esenciales para su subsistencia. Cultivos como el arroz en el sudeste asiático, el mijo en África, el trigo y la cebada en el cercano Oriente, el maíz y los frijoles en Mesoamérica, las tuberosas en los Andes, con su multiplicidad de variedades, hicieron posible el florecimiento de grandes culturas. La difusión de estos cultivos contribuyó al sostenimiento de otras sociedades cercanas y, también, de sociedades lejanas a sus centros de origen.

En todos estos procesos actuaron tanto las fuerzas de la evolución, que llevaron a especies y variedades adaptadas a los diferentes entornos ecológicos, como la intervención humana al escoger aquellas semillas de su preferencia y de esa manera orientar el proceso de selección. Por eso se puede sostener que las semillas son productos bioculturales, que encarnan el resultado de muchos años de interacción entre el ser humano y la naturaleza. Con ello, las diferentes colectividades humanas generaron mecanismos y prácticas para mantener la calidad de sus semillas, por medio de intercambios con otros grupos que tenían las mismas necesidades.

Todo este conjunto de interrelaciones se vió afectado cuando la producción de semillas, que era realizada por el mismo agricultor, se convirtió en una actividad llevada a cabo por institutos de investigación y empresas privadas que, en forma creciente, han venido introduciendo en la agricultura variedades comerciales de altos rendimientos, que requieren el uso de paquetes tecnológicos intensivos en insumos. Las variedades nativas, los mecanismos campesinos de selección de semillas y la experimentación en las parcelas no han desaparecido enteramente, pero han sido considerados como expresiones de una agricultura atrasada que tendría que ser reemplazada por el sistema moderno de creación de variedades y producción de semillas.

A fines del siglo pasado, al constatarse los problemas causados por el cultivo de las variedades comerciales, esta concepción fue cuestionada y dio pie al surgimiento de una nueva comprensión de la importancia de la llamada conservación in situ de diversidad de cultivos y, por ende, de los mecanismos desarrollados por los productores campesinos para mantener y mejorar sus variedades. Se puede afirmar que desde entonces se da en la agricultura un movimiento de recuperación del manejo de las semillas hecho por los mismos campesinos, el cual se difunde pese a la tendencia contraria impulsada por los consorcios transnacionales de las semillas.

Por esta razón, este número de LEISA incluye artículos que atienden el tema del manejo de las semillas desde distintas perspectivas y realidades, poniendo el énfasis en la región latinoamericana pero sin dejar de mirar lo que sucede en el mundo, en especial en el continente asiático. Esta edición se inicia con el artículo de Casas y Parra (p.5) sobre la agrobiodiversidad y su relación con la cultura. La necesidad de tener en cuenta el contexto económico y legislativo es tratada por Hellin y Bellon (p. 9) y por Vernooy (p. 12); en el primer caso, mostrando evidencias de cómo el subsidio a semillas mejoradas se convierte en un factor de erosión genética del maíz nativo en México y, en el segundo, tratando la necesidad de propiciar una legislación innovadora que permita reconocer oficialmente las variedades creadas por fitomejoradores campesinos, que escapan a los parámetros convencionales. De alguna manera, esto también es abordado por SEARICE (p. 21) para el caso de la certificación de nuevas semillas de arroz producidas en clubes de semillas de campesinos en Vietnam, así como por Almekinders y otros (p. 26), quienes tratan el proceso de fitomejoramiento participativo de nuevas variedades de frijol y maíz en Nicaragua, y por Vromant (p. 24), sobre la participación de los agricultores tanto en actividades de investigación (inventarios, fitomejoramiento) como de extensión, rompiendo así esquemas convencionales.

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