marzo 2020, Volumen 36, Número 1
Mujeres, biodiversidad y alimentación: la valorización de la vida a través de experiencias agroecológicas

“Hacernos visibles” Productoras, semilleras y curanderas: relatos de mujeres campesinas de Monte Carmelo, Sanare, Venezuela

OLGA DOMENÉ-PAINENAO, GAUDY GARCÍA, NARCISA GARCÍA, SARA GARCÍA | Página 21-23
DESCARGAR REVISTA COMPLETA
TIPOGRAFÍA
SMALL
MODO LECTURA
COMPARTIR

Este artículo presenta una larga experiencia encabezada por mujeres que se organizan en torno de la seguridad alimentaria y que persisten aun cuando su papel se oculta por las condiciones dominantes de organización social, cultural y económica (el binomio patriarcado-capital). Se reseñan sus procesos y sus logros desde sus propios testimonios y se pone énfasis en su papel en la actual crisis que los bloqueos han desatado en Venezuela, así como en los retos de renovación generacional que enfrentan sus organizaciones.

Hace más de cuarenta años, en 1975, llegaron a Bojó (en Sanare, estado Lara) tres religiosos europeos que suscribían la posición de la teología de la liberación. En aquel entonces, estos territorios estaban habitados por campesinos y campesinas sin tierras que trabajaban como jornaleros en los monocultivos de papa, y las empresas productoras de este tubérculo estaban en manos de extranjeros europeos, los musius (nombre que se les da a los extranjeros blancos provenientes de Europa), hasta que una plaga apareció y las tierras productivas fueron abandonadas. Esos serían los orígenes de una de las organizaciones agroecológicas más antiguas en Venezuela (figura 1).

Pero también fue el comienzo de la emancipación de sus mujeres, que históricamente habían sido excluidas por ser campesinas y pobres. Durante el proceso de organización de La Alianza (una red de asociaciones y cooperativas), ellas lograron hacerse visibles, formándose y organizándose como productoras y logrando ganar territorios. En estas líneas rescatamos su historia junto a algunas de ellas.

La organización: la agricultura y la salud

En las comunidades de Bojó, Monte Carmelo y Palo Verde, donde se establecieron los religiosos, fue esencial la organización alrededor del trabajo para facilitar los procesos que resolvieron necesidades como la falta de vivienda, trabajo, educación y salud, entre otras. En este sentido, la agricultura retomó importancia y fue influida por las prácticas de siembra en huertas que trajeron los sacerdotes. Esto determinó transformaciones en los cultivos (las hortalizas no existían en estos lugares), donde se mezclaron con formas de sembrar aprendidas del conuco y del monocultivo de papa. El conuco representa el espacio productivo campesino de origen indígena donde se asocian y rotan diversos cultivos, tanto de plantas alimenticias como medicinales, como el maíz, la yuca, variedades de leguminosas y otras especies. De este modo, nació la idea de organizar la primera cooperativa de varones y mujeres: Las Lajitas, creada en 1976. Posteriormente, bajo esta figura organizativa, obtuvieron su primer crédito para adquirir tierras y algunos recursos. Estos hechos se convirtieron en una experiencia que diseminó la idea de organizarse en todo el pueblo, dejando como saldo una red de cooperativas y asociaciones –entre parcelas familiares y comunes, laboratorios de bioinsumos, bodegas, panaderías, mercados y otros– que hoy son integradas por más de 100 familias. En 1990 la red de cooperativas dió origen a la Unión de Cooperativas La Alianza (Domené-Painenao y otros, 2019).

En paralelo apareció otra preocupación colectiva: la salud, que condujo a trabajar en un plan de medicina alternativa ante la ausencia de servicios médicos en la zona. Esta situación permitió visibilizar y reconocer el conocimiento de las mujeres mayores en la comunidad, al ser ellas quienes “saben de yerbas y montes que curan”. Entonces “se comienza a recopilar sus saberes y así armamos un inventario de plantas medicinales y usos”, como señala Abigaíl (fundadora de La Alianza y responsable del Día de la Semilla Campesina). Esta iniciativa se acompañó con una campaña en la comunidad asumida por las mujeres. “Después de trabajar, íbamos casa por casa a hablar sobre las plantas”, recuerda Narcisa, fundadora de Las Lajitas y de Moncar. Así, las mujeres, se convirtieron en parte de la memoria viva del territorio, conectoras del pasado y el presente.

Está perspectiva también se extendió a la producción de alimentos. Gaudy comenta que “había mucho de autodidacta, de experiencias en la agricultura local, estudios y algunos amigos que nos ayudaron a tener ideas para incorporar técnicas orgánicas, así como la producción de bioinsumos, para mantener los cultivos”. Entonces se transitó a la producción orgánica, lo que determinó la implementación de técnicas agroecológicas. Este viraje se radicalizó posteriormente por los resultados de un estudio médico realizado a socias de la organización en 1983, llevado a cabo por la Universidad Centro Occidental Lisandro Alvarado, el cual reportó intoxicaciones por agrotóxicos. Por ese motivo, se promovió la conformación del Comité de Salud y Educación en 1984 y, con el apoyo técnico del Instituto Nacional de Investigaciones Agropecuarias, mejoró el manejo de cultivos a través del manejo integrado de plagas y la masificación de la producción de bioinsumos y biofertilizantes (Morros y Alcalá de Marcano, 2005).

Del mismo modo, la comida sana se convirtió en otro objetivo. Para ello se promovió el consumo de vegetales, donde diversos “amigos” enseñaron a las organizaciones (en su mayoría de mujeres) a procesar pastas vegetarianas, panes integrales y salsas, entre otros productos. En ese sentido, las mujeres de la comunidad vieron oportunidades en la medicina alternativa al rescatar la memoria colectiva, se ganaron el respeto de su comunidad y abrieron nuevos espacios productivos para la trasformación de los alimentos.

Entonces, ellas deciden organizarse

Al consolidarse las organizaciones productivas y las actividades asociadas a los varones, ellas se sintieron excluidas. Eran mandadas a la cocina y a cuidar niños o a trabajar como jornaleras en otras parcelas, y no participaban en la toma de decisiones, cayendo en la típica división sexual del trabajo (Fuentes, 1992). Entonces, algunas decidieron organizarse aparte como mujeres para “hacerse visibles”. En el inicio, este trabajo no fue fácil; recuerda Narcisa:

Es cosa de querer que las cosas cambien […]. Nuestros roles son difíciles ya que trabajamos triple. Cuando participamos en la organización, no es solo en la producción, el hogar; también estudiamos y tenemos que estar pendientes del trabajo solidario comunitario.

A pesar de ello, el trabajo de las mujeres avanzó mucho; “tenemos hasta una empresa rural, la Asociación Civil de Mujeres de Monte Carmelo (Moncar), para la producción de dulces y salsas”, complementa Narcisa. Este emprendimiento se formó para procesar salsas y mermeladas a partir de los desechos de cosecha y para organizarse como cooperativistas. De igual forma, en Palo Verde las mujeres organizaron la Cooperativa 8 de Marzo (1983) para la elaboración de pastas vegetarianas.

Mientras tanto, las organizaciones seguían esforzándose por desarrollar propuestas educativas propias. En Monte Carmelo se podía estudiar hasta sexto grado, por lo que se promovió un bachillerato campesino en la Cooperativa Las Lajitas entre 1990 y 1991. Posteriormente, con el apoyo de la Universidad Nacional Experimental Simón Rodríguez, se abrió una licenciatura a distancia en el año 2000, en la que 12 personas iniciaron estudios como educadores; 10 de ellas han sido mujeres (Domené-Painenao y otros, 2019) que actualmente se desempeñan como maestras en la comunidad.
“Hoy en día varias compañeras seguimos estudiando”, dice Sara, estudiante del Programa de Formación de Grado en Agroecología de la Universidad Bolivariana de Venezuela (otra oferta de estudios universitarios que gestiona la organización para su comunidad desde 2009) y joven socia de Las Lajitas. De esta forma, algunas socias de estas organizaciones lograron formarse profesionalmente.

Finalmente, Moncar ganó más respeto en la comunidad cuando, en 1998 ganaron un concurso internacional de mujeres emprendedoras convocado por la Red de Educación Popular Entre Mujeres (Repem); y construyeron las instalaciones de su organización con los recursos económicos del premio, donde funcionó también el liceo de la comunidad por muchos años. Así, se puede decir que desde el inicio la solidaridad y el apoyo mutuo fueron y son parte de las fortalezas de esta organización.

Las mujeres y el rescate de semillas en los conucos

Por otro lado, las mujeres, además de organizarse, formarse y gestionar lo que necesitaban, siguieron atendiendo sus hogares. Como parte del cuidado de los suyos (Fuentes, 1992), se cuenta la producción en los conucos de alimentos que complementan la dieta familiar, siendo una práctica común preservar las mejores semillas de la cosecha para la siguiente siembra. Dicha tarea, además, había sido abandonada por los varones, quienes al dedicarse a producir solo para el mercado, generalmente compraban las semillas (de hortalizas), lo que determinó una mayor dependencia del sistema agroalimentario corporativo.

Estos conucos son manejados por mujeres y niños y toman diversas formas. Están conformados por plantas alimenticias locales como maíz (Zea mays) y auyamas (Cucurbita moschata); leguminosas como tapiramos (Phaseolus lunatus), caraotas (Phaseolus vulgaris) y quinchonchos (Cajanus cajan); plátanos (Musa acuminata); condimentos como ajíes dulces (Capsicum spp.) y culantro (Coriandrum spp.), entre otras, y animales criollos (gallinas, ovejas, vacas). También aparecen algunas hortalizas como parte de la influencia de los huertos introducidos por los curas, como zanahorias (Daucus carota), lechugas (Lactuca sativa) y tomates (Solanum lycopersicum), las cuales complementan los patios. No son alimentos para vender, sino para la familia y el intercambio, y sus semillas se resguardan y se resignifican en dichos espacios de cultivo. Así, vemos que las relaciones de las campesinas con la naturaleza están al margen del capital, distanciándose del carácter patriarcal que organiza las relaciones sociales en la sociedad rural (Siliprandi, 2010).

La actividad agrícola comercial ha desplazado bosques nativos y bosques productivos (como cafetales bajo sombra asociados a frutales), así como diversidad de plantas alimenticias, y de conucos (híbridos con huertos) y parcelas para la crianza de varios animales en los territorios que dedica a la producción de hortalizas. Entonces, Gaudy recuerda que la invitaron a un evento en Bolivia donde trataron el tema de la extinción de las semillas campesinas y, al regresar a la organización, compartió la preocupación con sus compañeras y compañeros. Así comenzó la tarea de organizarse e ir casa por casa, caserío por caserío, a buscar y rescatar las semillas campesinas que quedaban. La gente era celosa, recuerda Abigaíl: “entonces les propusimos que nos las prestaran y nosotros al reproducirlas se las devolvíamos con creces… entonces, así llegamos recolectar más de 250 variedades”. Luego apareció la idea de establecer un día para mostrar las semillas rescatadas y nació el Día de la Semilla Campesina, que se celebra todos los 29 de octubre desde 2005, fiesta que se hizo nacional por iniciativa del Ministerio del Ambiente.
Gaudy, reconocida como la semillera mayor, sentencia: “Si no guardamos nuestras semillas, perdemos parte de nuestra historia”. De igual forma, se cuidan las variedades de animales de granja: “Yo tengo gallinas que heredé de mi mamá”, dice Gaudy.

El conuco y la crisis: la emergencia de las agroecologías invisibles

Desde 2015 comenzó a sentirse la crisis nacional en los caseríos. “Porque antes siempre nos llegaba comida por los mercales y pdvales [programa del Gobierno a través del cual se venden alimentos subsidiados de la canasta básica], nos llegaba leche, carne, hasta queso, y muchos habían dejado de sembrar en los conucos por la abundancia de alimento a buen precio”, recuerda Narcisa. Así, todo lo producido por las organizaciones iba al mercado. Pero en 2013 se inició el ataque sistemático contra el proceso político venezolano (bloqueos y sanciones), que tendría efectos devastadores sobre estos programas vinculados a la seguridad agroalimentaria (Schiavoni, 2015), disminuyendo paulatinamente la oferta de alimentos subsidiados. Como consecuencia, cerraron estos centros de abastecimiento y aparecieron los CLAP (Comités Locales de Abastecimiento y Producción, dedicados a la distribución de alimentos promovidos por el Gobierno, en los cuales las propias comunidades abastecen y distribuyen los alimentos prioritarios a través de una modalidad de entrega de productos casa por casa) como única forma de garantizar los alimentos básicos por parte del Estado. En los últimos años, la producción de hortalizas disminuyó, escasearon las semillas en los mercados y los precios se incrementaron. “El dinero dejó de servir” y las mujeres, una vez más, “resolvieron”. Para ello, acompañadas por el resto de la familia, redoblaron la producción en los conucos aprovechando sus semillas. “No queda ni un metro de tierra que no esté sembrado de comida”, dice Abigaíl.

Los conucos destacaron como una estrategia de sobrevivencia en las familias y las plantas alimenticias, marginadas por la siembra de hortalizas, retomaron importancia. En ese proceso, reapareció la necesidad de moler maíz “como lo hacían las abuelas”, dice Sara, y del mismo modo reaparecieron los fogones a leña. Se montaron las ollas de caraotas, chícharos, quinchonchos con topocho (Musa spp.) verde picado, guaje (Colocasia esculenta), caraota, yuca y ocumo (Xanthosoma sagittifolium) para solucionar el problema de la escasez de comida, como lo hacían los ancestros. Hay soberanía alimentaria, “nosotros no tenemos tanto, pero no pasamos hambre como en la ciudad, porque allá no tienen tierras ni semillas”, continúa Sara. Complementó este proceso la aparición del trueque y la solidaridad entre familias. Estos sistemas productivos agroecológicos no son visibles como tales en las organizaciones lideradas por varones porque no reportan un bien monetario in situ. Sin embargo, en este momento se reconoce a estos sistemas como una forma de vida y como la manifestación de una agroecología dominada por las mujeres y, por tanto, invisible.

Los retos y desafíos

Los saberes de las mujeres campesinas siguen siendo poco visibles en el mundo rural; en consecuencia, ellas tienen menos derechos. Al emanciparse, las mujeres de Monte Carmelo pudieron superar estas barreras desde su propia posición en la organización. Estas iniciativas existen por la persistencia y la creatividad, que han sido factores clave para permanecer y crecer en un mundo que favorece la visión masculina, superando limitaciones como el acceso a la tierra, a la educación, al financiamiento y a la remuneración justa, entre otras. Como resultado, han logrado tener mayor capacidad de autonomía, así como el reconocimiento y la visibilidad en la organización y en la región, construyendo nuevos espacios de liderazgo, así como redes de solidaridad entre ellas.

Por otro lado, también muestran una conexión diferente con la naturaleza en comparación con los varones; una relación que no es mercantil y se vincula al “cuidado” de los suyos, a curarlos y alimentarlos (Siliprandi, 2010), especialmente durante la crisis actual. Asimismo, al resguardar las semillas se manifiesta una preocupación por la vida y por la naturaleza en la que la memoria femenina es el conector entre el pasado y el presente, reconectando saberes ancestrales, indígenas y campesinos.

Sin embargo, el tiempo también se vuelve una amenaza pues las fundadoras envejecen y el recuerdo y respeto por sus luchas y triunfos se va erosionando, lo que pone en riesgo la sostenibilidad de la organización. Otras entregan la batuta a las nuevas generaciones, entendiendo que estas no tendrán las mismas ideas, pero “queremos que esto siga”. Aquí habitan, entre avances y contradicciones, estas maestras, madres, guardianas de semillas y cuidadoras, y comparten sus luchas por “ser visibles”, sin dejar de ser mujeres y campesinas.

Olga Domené-Painenao
Estudiante de doctorado en el Colegio de la Frontera Sur (ECOSUR).
domeneolga@gmail.com

Gaudy García
Narcisa García
Socias y fundadoras de Moncar, y fundadoras de la Alianza.

Sara García
Socia de la Cooperativa Las lajitas, de Bojó, Sanare.

Referencias

  • Domené-Painenao, O., Mier y Terán, M., Limón, F., Rosset, P. y Contreras, M. (2019). El Maestro Pueblo en la construcción territorial de agroecologías “otras”. Documento inédito.
  • Fuentes, M. (1992). Feminismo y movimientos populares de mujeres en América Latina. Revista Nueva Sociedad 118, pp. 55-60.
  • Morros, M. E. y Alcalá de Marcano, D. (2005). Un proceso de cambio pensando en el ser humano, el ambiente y el futuro. LEISA, revista de agroecología 21(2), pp. 23-25.
  • Schiavoni, C. M. (2015). Competing sovereignties, contested processes: Insights from the Venezuelan food sovereignty experiment. Globalizations 12(4), pp. 466-480.
  • Siliprandi, E. (2010). Mujeres y agroecología. Nuevos sujetos políticos en la agricultura familiar. Investigaciones Feministas 1, pp. 125-137

Ediciones Anteriores

LEISA es una revista trimestral que busca difundir experiencias de agricultores familiares campesinos.
Por ello puedes revisar las ediciones anteriores.

Suscribete para recibir la versión digital y todas las comunicaciones que enviamos periodicamente con noticias y eventos

SUSCRIBIRSE AHORA