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En este número presentamos experiencias donde, aún en pequeña escala, podemos apreciar que más allá de los gobiernos actuales existe una motivación cada vez mayor por adquirir alimentos saludables –libres de agrotóxicos y fertilizantes de síntesis química– de parte de consumidores urbanos informados y con recursos económicos para pagar por estos productos que, por lo general, tienen un mayor precio que los de la agricultura convencional sin certificación orgánica.

El proceso de urbanización en el mundo va en aumento desde que la industrialización a gran escala se iniciara a finales del siglo XVIII en Europa. Este proceso generó el crecimiento de ciudades ya existentes entonces, pero también el surgimiento de otras nuevas vinculadas a la industria. En la segunda mitad del siglo XX se fue haciendo evidente que, también en los países en vías de desarrollo, la población de las ciudades se incrementa y la del campo se reduce. Según el Boletin Demográfico América Latina: proyecciones, población urbana y rural 1970-2025 de la CEPAL (julio de 2005), en 2015 la población urbana de la región es el 80,8% el total de la población, estimada en casi 640 millones. Y no solo la población rural se reduce sino también las áreas dedicadas a la agricultura, especialmente en las zonas alrededor de las ciudades que con urbanización incipiente se denominan “periurbanas”. Estas son el asentamiento de poblaciones que generalmente han migrado recientemente del campo por diversas razones económicas y sociales. Un ejemplo importante de producción agroecológica en áreas periurbanas es el caso del Programa de Agricultura Urbana (PAU) de Rosario, Argentina (Lattuca, p. 33) que ha sido replicado en otras ciudades sudamericanas.

A pesar de la tendencia a la urbanización y a la expansión de las grandes corporaciones de la industria alimentaria, se comprueba que existe ya un reconocimiento internacional, regional y local del valor nutricional de los productos de la agricultura campesina o familiar. Por lo general estos agricultores cultivan con un uso bajo o nulo de insumos externos y, en muchos casos, su producción es compatible con los requerimientos de la práctica agroecológica u orgánica. Este reconocimiento que va creciendo, a pesar de la invasión de los productos de la industria alimentaria y de la llamada “comida chatarra” tiene, en cada uno de los países de la región, una debilidad estructural, representada principalmente por la persistente pobreza y marginalidad de la población rural. Situación que pone en evidencia la necesidad de decisiones políticas que hagan viable económicamente el gran potencial productivo que tienen las áreas rurales de América Latina: población, recursos naturales y conocimiento (Zegarra, p. 11). Si no ay un cambio del sistema político para el desarrollo rural, seguirá el éxodo de su población hacia la ciudad, especialmente de los jóvenes campesinos.

En este número presentamos experiencias donde, aún en pequeña escala, podemos apreciar que más allá de los gobiernos actuales existe una motivación cada vez mayor por adquirir alimentos saludables –libres de agrotóxicos y fertilizantes de síntesis química– de parte de consumidores urbanos informados y con recursos económicos para pagar por estos productos que, por lo general, tienen un mayor precio que los de la agricultura convencional sin certificación orgánica. Pero no en todos los casos el precio de estos alimentos es mayor al de los convencionales, gracias a que se evita la intermediación y se establecen vínculos directos entre productores y consumidores. Esto es particularmente cierto cuando dichos vínculos propician un escalamiento en la organización de los productores para la venta mediante iniciativas innovadoras que van desde las “canastas” –entregadas a domicilio– hasta las ferias ecológicas o mercados saludables semanales, eventos positivos para el fortalecimiento de la relación directa entre consumidores urbanos y productores campesinos. Estas ferias son motivo de réplica en otros lugares de las ciudades y de los países (Wu y Alvarado, p. 35; Bendaña y otras p. 13). También se constituyen en el espacio social donde se gestan grupos que hacen parte de “una nueva forma de articulación entre agroecología y ciudadanía medioambiental” que, aunque todavía pequeños, siguen creciendo en las urbes latinoamericanas y también en otras partes del mundo (De la Cruz, p. 7). Estos grupos se organizan principalmente en torno al consumo ambiental y socialmente ético y reconocen el valor del conocimiento de los agricultores campesinos, convirtiéndose en agentes para el fortalecimiento de la relación urbano-rural (Marchant, p. 16; Ortega, p. 30).

La relación directa entre productores y consumidores de productos agrarios es importante para que el productor reciba mejores precios y el consumidor, alimentos de calidad. No obstante, es necesario resaltar que no solo es esta relación la que motiva a los productores de pequeña escala a producir, especialmente en el caso de las mujeres agricultoras, que son quienes cultivan para asegurar el alimento de la familia, sino también porque “hay alguito para ganar” (Borja y otros, p. 27). Esto pone de manifiesto la importancia del mercado para la agricultura familiar o campesina. Los mercados urbanos de productos saludables sin intermediarios se constituyen en una plataforma que necesita expandirse organizadamente. Para ello es importante el incremento de consumidores urbanos con información sobre el valor nutricional y la calidad saludable de los alimentos que buscan y adquieren en el mercado, y también de lo que significa el cultivo agroecológico.

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