Hoy Alonso se levantó más temprano porque ayer no encontró a nadie que quisiera trabajar con él. Luego de ordeñar y alimentar a las vacas, correr las cercas y desayunar, debe alimentar a sus 40 gallinas felices con forrajes de dalia y botón de oro, maíz y concentrado, limpiar los corrales y recoger los huevos. Desde que tiene las gallinas al aire libre, dice, están más tranquilas y los huevos saben mejor. “No es lo mismo que tenerlas encerradas en jaulas, donde lo único que pueden hacer es comer y poner”.
Comenta: “aquí ellas se rebuscan la comida y como una amiga me dijo, hasta les llevé un gallo porque si no, ¿cómo van a ser gallinas felices?”.
Mientras carga en su moto las cantinas con la leche para recorrer los ocho kilómetros que lo separan de uno de los barrios periféricos de la capital del país, recuerda a muchos de sus amigos de infancia que ahora viven allá. La mayoría de los jóvenes de la región no están interesados en los trabajos del campo y su meta es irse a la ciudad “… dizque para progresar, y creen que viven mejor porque tienen un celular o un pantalón de marca. Lo que no se dan cuenta es que allá se la pasan de afán, aguantando ruido y humo, y trabajándole a un patrón a cambio de una ‘platica’ que apenas les alcanza para comprar lo que antes podían cultivar en su propia tierra”. Para Alonso está claro que la vida campesina y “ensuciarse las manos de tierra”, también significan salud y tranquilidad.
Un muchacho curioso
Alonso, en los últimos años, viene tratando y conversando con diferentes personas, y gracias a su curiosidad ha podido conocer enfoques, ideas y nuevas formas de entender la vida en el campo que la gente del lugar no siempre sabe apreciar. Una de esas ideas ‘nuevas’ en las que ha comenzado a incursionar es la de la seguridad alimentaria. Según cuenta, no hace mucho que las mujeres cultivaban frutales, hortalizas y plantas medicinales junto a sus casas, y en los campos se veía maíz, cebada, trigo, papa y arveja; hoy, la gente se dedica únicamente a la producción comercial de leche, cerdos o papa: “si uno mismo puede cultivar en su casa, ¿no es mejor gastar menos plata y comer mejor, sin tanto químico?”.
Junto con un grupo de familias de su vereda ha vuelto a sembrar, intentando recuperar saberes locales relacionados con la agricultura y, a la vez, ensayando nuevas ideas y tecnologías como el uso del agronivel, la preparación de abonos orgánicos y la construcción de terrazas y camas de siembra para recuperar poco a poco los suelos.
Compañeros, no competidores
Alonso ha construido una red de confianza con sus vecinos, familiares, amigos y clientes. A algunos de ellos les arrienda la tierra a cambio de trabajo y esto le permite ser autónomo, pero a la vez interdependiente. No solo es ganadero sin ser dueño de las fincas en las que pastan sus vacas, sino que además comercializa él mismo lo que produce, a diferencia de los demás que dependen de las condiciones y precios definidos por los comercializadores y empresas pasteurizadoras.
“No es bueno poner todos los huevos en la misma canasta”, comenta Alonso. Por eso de vez en cuando les lleva a sus clientes quesos, huevos, verduras y hasta yogurt que él mismo produce y procesa. También ha aprendido a no tenerle miedo a los aguijonazos de las abejas y ya sacó una primera cosecha de miel de un par de enjambres que capturó y pudo instalar en cajas.
Gracias a su constancia y a la calidad y variedad de sus productos no tiene que preocuparse por la comercialización. Pero “… no todo es dinero”, asegura. “A veces hay que ser un poco generoso y solidario para hacer relaciones que duren, en las que todos salgamos ganando”. Por eso no tiene problema en dar la ñapa (en Colombia la ñapa o el encime es una porción o unidad adicional que el vendedor le da al cliente a manera de cortesía) al momento de servir la leche, o en hacer la vista gorda cuando alguien realmente no tiene con qué pagarle.
Con un pie en la tierra y otro en el asfalto
Ya en la ciudad, Alonso comienza su recorrido casa por casa. Doña Eugenia, ama de casa de una de las 50 familias a quienes Alonso les vende diariamente sus productos, lo recibe contenta porque si no viniera tendría que ir a una tienda a comprar la leche en bolsa, “…que es más cara y para colmo, menos rica. Tantos procesos le han hecho que le quitan lo nutritivo. ¿No le ha visto el color desteñido a esas dizque deslactosadas que ahora recetan los médicos?”. Aunque a ella le contó una vecina que un decreto del gobierno está tratando de acabar el comercio de leche cruda porque dicen que va contra la salud pública, prefiere seguir esperando a Alonso en las mañanas porque “no cambiaría por nada la tranquilidad de comprarle un alimento fresco a alguien que conozco hace años, porque sé dónde y cómo lo produce”.
Ya de regreso, Alonso observa con tristeza las canteras de arena que casi acaban con las montañas vecinas; en otra dirección, se ven las hileras de casas elegantes para gente de la ciudad que van reemplazando praderas y cultivos. “A pesar de las normas ambientales y de la vocación de estas tierras, algunos políticos cambiaron a las malas el Plan de Ordenamiento Territorial y quieren convertir esto en un suburbio de Bogotá. Imagínese estas montañas llenas de cemento en vez de estar produciendo agua, oxígeno y comida para nosotros y nuestros vecinos de la ciudad”, dice.
Heredar verdadera riqueza
“Algunos creen que la tierra solo vale por lo que pueden sacarle, o a cuánto la pueden vender”, dice Alonso, señalando los pedazos de bosque que sobrevivieron a la extracción de leña y carbón de las décadas pasadas. “Hay otros que solo saben que abren la llave y de ahí sale agua, pero ¿de dónde creerán que viene?… El agua no nace de los tubos, sino de nacederos que tal vez se están secando de tanto monte que se ha tumbado”. No solo se desmontan y ocupan las zonas de recarga de los nacederos y quebradas, que le dan agua a cientos de familias de la zona rural, sino que los agroecosistemas tienen cada vez menos capacidad de regular sus ciclos hídricos y adaptarse a los cambios drásticos del clima, como el fenómeno del Niño. Por eso, las praderas donde hoy pastan las vacas de Alonso están resecas, con un triste color amarillo grisáceo.
“Estos animales hoy no tienen qué comer, pero año tras año también se va volviendo difícil que el pasto crezca bien, aún en la época de lluvias”. A pesar del control del pastoreo con cerca eléctrica, los suelos van perdiendo rápidamente su fertilidad pues han estado soportando las patas de las vacas por más de 40 años. “Hay gente que mete muchos animales y los deja pastar hasta que repelan los potreros; en estas montañas tan empinadas cuando llueve, el agua arrastra la tierra con los nutrientes”. Entonces, ¿cómo alimentar a los animales en estas condiciones? Alonso ha experimentando con el ensilaje y viene indagando sobre sistemas silvopastoriles y forrajes alternativos para clima frío, pues sabe que si no encuentra alternativas adecuadas, las tierras quedarán improductivas y perderán su principal riqueza.
Ya atardece y las vacas esperan inquietas el último ordeño del día. “¿Para dónde iremos?”, se pregunta Alonso, mientras planea otro día en el que tampoco podrá contar con la ayuda de nadie “…ni idea. Los robos, el alcohol, el consumismo y todos los otros vicios que trae la ciudad siguen llegando, o los seguimos trayendo. Pero mientras tanto…creo que hay que seguir trabajando, aprendiendo y reforzando los lazos con otras personas, para que logremos la sobrevivencia de estas tierras y del espíritu campesino. A lo mejor…algún día logramos que nuestros hijos se enamoren también de esta vida tan buena”.
Juan Manuel Rosso L.