Los ecosistemas y los sistemas de producción de los que dependen los pequeños agricultores son a menudo complejos. Incluyen campos cultivados y pastos para animales, pero también bosques, ríos, arroyos y lagos, y otros pedazos del paisaje, como los bordes de los caminos donde frecuentemente se encuentran plantas y animales de todo tipo. Son sistemas caracterizados por funciones y usos múltiples e interdependientes, tanto en espacio como en tiempo. Proveen productos y servicios para el uso doméstico, el intercambio y para la venta (donde existan los medios adecuados). También proveen servicios sociales para el bienestar de toda la sociedad, como la conservación dinámica de la biodiversidad o un medio ambiente sano y agradable. Pero, el acceso a estos sistemas, su uso y manejo son además diferenciados socialmente, influenciados por la estratificación económica (clases), roles y divisiones de género, y características sociales como identidad cultural o étnica, y edad. Existen varias modalidades de acceso y uso, muchas veces simultáneamente: «individuales» (a título personal o del hogar o unidad familiar) y «colectivos» (por grupo, comunidad, colectivo, cooperativa). Puede haber acceso individual y restringido, colectivo y restringido; o completamente abierto.
Como las diferentes contribuciones a esta edición de LEISA Revista de Agroecología demuestran (se incluyen estudios de América Latina, Asia y África) muchos de estos sistemas están bajo une fuerte presión. Entre las fuerzas que ejercen presión se encuentran la excesiva e incesante producción y extracción de recursos naturales (como, por ejemplo, la madera) empujadas por procesos fuertes de comercialización (La alpaca suri de colores naturales; p. 28). La mecanización y la industrialización de la agricultura, elementos claves de la «modernización» influyen fuertemente en estas prácticas. Otras fuerzas identificadas en los artículos aquí presentados son las políticas y leyes inexistentes, inadecuadas, ambiguas, mal implementadas (Uso de la totora en la producción agrícola de la cuenca del río Camacho; p. 19) o hasta perversas. Se menciona también que los sistemas nacionales e internacionales de investigación de «arriba hacia abajo» juegan un papel negativo porque no toman en cuenta las necesidades y realidades diversas de los usuarios de los recursos naturales (ver: Facilitando la descentralización y participación de los agricultores en Cuba; p. 28). Menosprecian sus ideas, sus prácticas y propuestas.
Es importante destacar que estas fuerzas y los impactos que generan no se manifiestan de forma mecánica ni monolítica, sino que ejercen su papel en las diversas situaciones locales, donde viven y trabajan múltiples y variados actores sociales. Son estos actores sociales quienes, de manera menos o más articulada y organizada, conforman también una fuerza; a menudo constituyen o van constituyendo una contrafuerza o fuerza alternativa. El conjunto de los estudios en este número representa ejemplos concretos de esta contra fuerza o nueva forma de organizarse para un acceso justo a los recursos naturales (ver los artículos: Administración tradicional del agua en Bali; p. 5; Acceso forestal: política y realidad en Kafa, Etiopía; p. 12; El sistema comunitario para el manejo y protección de la biodiversidad: cuenca Huatulco-Copalita, Oaxaca, México; p. 7).
Al analizar y compararlos se pueden identificar elementos particulares propios al contexto local, y específicos para cada zona o región. Pero emergen también unos elementos en común que son de mucho interés para quienes esperan aprender de estas nuevas ideas y prácticas. Entre estos elementos comunes se tiene:
Una revalorización crítica-constructiva de los conocimientos, prácticas y formas de organización locales e indígenas; inclusive el reconocimiento de las historias y capacidades de experimentación de los pequeños agricultores y las comunidades (Conocimientos tradicionales en los huertos cubanos; p. 26).
• La apertura de nuevos espacios para el intercambio de ideas, puntos de vista, experiencias, métodos, tecnologías y semillas, por medio de talleres, ferias, visitas, y la investigación participativa.
• La formación de nuevas formas de cooperación y de alianzas, entre agricultores y técnicos, entre extensionistas e investigadores, y entre comunidades; como, por ejemplo, los nuevos socios del fitomejoramiento participativo (p. 16)
• Nuevas formas de manejo de los recursos naturales como el «co-manejo» o el manejo conjunto (Los recursos en áreas protegidas: comanejo entre Parques Nacionales y el pueblo originario mapuche; p. 10).
• El reforzamiento de la organización local o el desarrollo de nuevas formas de organización local.
• La reorganización de la investigación hacia un modelo más horizontal y centrado en los usuarios potenciales.
• La reconstrucción social del paisaje y de los recursos; con referencia a las raíces históricas, el bienestar común, o el patrimonio de la humanidad o de un pueblo.
• El planeamiento participativo del territorio.
• Intervenciones o acciones múltiples.
• El establecimiento de nuevas empresas («comunitarias») y de nuevos lazos comerciales más equitativos y justos (MST en Brasil: más que acceso a la tierra; p. 14).
Son estos los factores principales que forman el hilo rojo en las páginas que siguen; se reconoce que falta mucho por hacer. Al mismo tiempo vemos que los diferentes actores enfrentan desafíos considerables como el cambio de estructuras y de procesos políticos, de mentalidades y actitudes, y de prácticas diarias ordinarias. Pero se espera que este hilo rojo sirva como nutriente para la reflexión y la acción; como una buena mezcla de tierra y agua que hace crecer los cultivos fuertes y ¡sabrosos!
Ronnie Vernooy
Editor invitado