En el Altiplano andino de Cocapata, Bolivia, las mujeres tienen un papel de liderazgo en el restablecimiento de las formas campesinas de agricultura, al mismo tiempo que establecen conexiones innovadoras con la población urbana. Al hacerlo están creando sistemas agrícolas que no solo nutren a la comunidad y a sus recursos naturales, sino que también apoyan a las poblaciones vulnerables en la ciudad y garantizan el acceso a alimentos seguros y saludables durante la actual pandemia.
Mujeres formando mujeres. CENDA
Las comunidades rurales de Bolivia están amenazadas por la introducción de fertilizantes químicos y semillas certificadas, por el monocultivo y por el cambio climático, que están llevando a la degradación de sus recursos naturales. Para revertir esta tendencia, comunidades del municipio de Cocapata se han decidido a participar en la lucha por la soberanía alimentaria. Han abrazado la agroecología como un medio para reafirmar su modo campesino de vida, así como para resistir activamente al sistema capitalista que busca atrapar a los productores en círculos viciosos de dependencia, mientras canaliza las ganancias hacia las corporaciones multinacionales. Anteriormente las familias campesinas en estas comunidades manejaban una alta diversidad de papas nativas que ahora han desaparecido porque los mercados de consumo favorecen algunos tipos en particular. Esta tendencia ha sido facilitada y reforzada por el gobierno que, desde la década de 1980, ha impuesto leyes y regulaciones que exigen que las semillas estén certificadas y sancionan la venta de semillas autóctonas no registradas.
Recuperar la diversidad de la papa
La papa se reproduce comúnmente a través de su tubérculo (aunque el tubérculo a menudo se denomina erróneamente “semilla de papa”), que produce plantas idénticas y, por lo tanto, no contribuye a la biodiversidad. Sin embargo, las papas también se pueden reproducir utilizando las semillas de los pequeños frutos que aparecen después del periodo de floración de la planta. Las plantas obtenidas a partir de semillas dan lugar a tubérculos que son genéticamente diversos. De esta manera, los rasgos de las plantas de variedades perdidas hace mucho tiempo se pueden recuperar. De 2017 a 2019, el Centro de Comunicación y Desarrollo Andino (CENDA) y comunidades de Cocapata se embarcaron en un proceso de experimentación para recuperar esas variedades a fin de fomentar la biodiversidad y desarrollar cepas con mayor resistencia al cambio climático. No fue fácil. Al principio las papas eran muy pequeñas, pero, mediante procesos de ensayo y error, pudieron obtener papas suficientemente grandes para consumo.
No es solo el tamaño lo que importa en el cultivo de papa. Ahora, con una base de más de 100 variedades diferentes, pueden seleccionar y cruzar variedades de acuerdo a sus propias necesidades y a valores como el gusto, la salud y la resistencia a enfermedades y heladas. También significa que ellos pueden producir y guardar sus propias semillas para la reproducción, eliminando la necesidad de comprar tubérculos y, a su vez, recuperando para ellos mayor autonomía. Como lo expresó uno de los campesinos: “Habíamos perdido al comprar tubérculos certificados, incluso nos hemos endeudado con las empresas que los venden. Por eso ahora estoy produciendo semilla de mak’unku, para sembrarla yo mismo. Con eso avanzamos”.
En las manos de mujeres campesinas
Las mujeres de Cocapata desempeñan un papel de liderazgo en la ampliación de la práctica de criar y manejar diversas variedades de papa, tanto dentro como fuera de la región. El recurso que emplean son las ferias de papa, en las que exhiben e intercambian más de 160 variedades. Si bien el intercambio de semillas es una antigua práctica en Bolivia, se ha vuelto menos común con el paso de los años. Debido a la globalización económica, los mercados locales se han convertido en un sitio para la compra y venta de productos básicos. Frente a ello se revalorizan las prácticas de intercambio basadas en la solidaridad, a través de las ferias de semillas. Aquí los campesinos y otros miembros de la comunidad conocen e intercambian variedades de papa con diversos colores, sabores, texturas y cualidades medicinales. Se premia a los campesinos que tienen la mayoría de los intercambios y los que tienen más diversidad de papas. Muchas veces son mujeres las ganadoras de esos premios.
A pesar de los éxitos logrados en el cultivo de diversas variedades de papa y su difusión a través de ferias, persisten algunos desafíos. Un desafío importante radica en la naturaleza de la demanda de los mercados. La mayoría de las papas se venden a los mercados regionales de la cercana ciudad de Quillacollo o a través de intermediarios que llegan a las comunidades con camiones. En estos mercados hay una fuerte preferencia por la variedad waycha. Las papas tienen que ser de un cierto tamaño y terminan en las ciudades, donde la mayor parte se utiliza para preparaciones de comida rápida. Esta demanda restringida a una sola variedad de papa impide que los cultivos en las comunidades sean más diversos, lo cual expone a los productores a los riesgos inherentes al cultivo de una sola variedad: vulnerabilidad a los cambios en el clima, enfermedades y plagas, y fluctuaciones en los precios del mercado.
Las adversidades de los mercados y la pandemia
Aparte de la selección de las papas, las mujeres también juegan un papel protagónico experimentando con nuevas verduras. A muchas mujeres les preocupan las hortalizas disponibles en el mercado, que son producidas por grandes fincas en el valle utilizando una gran cantidad de pesticidas y son costosas en algunos períodos del año. Produciendo verduras que son menos comunes en la región, las mujeres han podido reducir su dependencia del mercado y pueden proporcionar a sus familias alimentos frescos, saludables y diversos. Mediante el uso de partes de sus fincas con diferentes altitudes y microclimas, así como con el establecimiento de pequeños invernaderos, pueden cultivar una amplia gama de variedades con diferentes requisitos en términos de agua, suelo, temperatura y sombra. Las variedades con las que experimentaron las mujeres incluyen lechuga, zanahoria, cebolla, repollo, rábano, perejil, apio, acelgas, remolacha, nabo, habas y guisantes. Ellas aprendieron a cultivar estos “nuevos” cultivos intercambiando sus experiencias entre mujeres de la comunidad, pero también internacionalmente. Victoria Quispe, una líder campesina, declaró al volver de un viaje a Guatemala: “Antes no sabía cómo producir mis verduras. He aprendido en mis viajes. No funcionó la primera vez porque sembré demasiado pronto. Ahora sí funciona y no necesito comprar en el supermercado de Quillacollo”. Las mujeres también experimentan con prácticas agroecológicas, como el mejoramiento del suelo mediante el uso de estiércol de oveja, llama y alpaca, y el manejo de plagas y enfermedades utilizando extractos de plantas, cenizas, minerales y trampas para insectos.
Los huertos no solo juegan un papel en la alimentación cotidiana de las familias, son también cruciales en tiempos de crisis. Durante la pandemia de covid-19 el transporte entre el campo y las ciudades estuvo severamente restringido. Ahora que las familias tienen sus propios productos, no necesitan viajar como antes a las tiendas de la ciudad. Además, durante la pandemia muchas familias que habían emigrado a las ciudades se trasladaron temporalmente al campo, donde sabían que tendrían acceso a los alimentos producidos por la comunidad. La pandemia también motivó a muchas familias que antes no tenían un huerto a establecer uno.
Reciprocidad entre campo y ciudad
Las papas y las verduras son importantes para la alimentación de las familias rurales y las comunidades, pero también desempeñan un papel en la obtención de alimentos para poblaciones vulnerables de la ciudad. En décadas pasadas muchas personas de comunidades rurales migraron a las ciudades en busca de mejores empleos, oportunidades de educación y medios de vida para ellos mismos y sus hijos. Una vez en las ciudades, la población migrante, especialmente las mujeres, se encuentra en una posición vulnerable. Tienen pocas personas en quienes apoyarse, ocupan puestos de trabajo arriesgados y afrontan la inseguridad alimentaria. La mayoría de las familias migrantes se asienta en las afueras de ciudades intermedias como Vinto y Quillacollo, y se gana la vida informalmente vendiendo refrescos, verduras o helados. Algunas personas continúan teniendo un huerto en sus comunidades de origen. Santiago Bautista es uno de ellos: “Estoy feliz de poder producir mis propias coles, zanahorias y cebollas para compartir con mi familia. Estoy feliz de tener mi propio pequeño invernadero”. Además de las verduras, las papas también van a las ciudades para ser transformadas en chuño o tunta, un método tradicionalmente utilizado por los quechuas y aymaras para a deshidratar las papas a fin de que puedan ser guardadas durante años.
El campo también apoya a las personas vulnerables en la ciudad a través de una red de relaciones recíprocas. Muchas mujeres que cultivan hortalizas en el campo comparten sus productos con su familia extensa en las ciudades. Así, familias que viven en el campo, pero no cultivan hortalizas, pueden obtenerlas de otros miembros de la comunidad como regalo, a través del intercambio con otros productos o comprándolos a precios muy bajos y luego pasándolos a familiares en la ciudad.
Restaurando el conocimiento ancestral
Con el establecimiento de formas más diversas de agricultura, las comunidades de Cocapata también llegaron a revalorar conocimientos y prácticas de manejo ancestrales. Hasta hace unos cinco a 10 años, los campesinos administraban sus campos mediante un estricto ciclo de rotación. Después de uno o dos ciclos de cultivo de papa, la tierra se dejaba reposar por un período de 10 a 15 años. Sin embargo, debido a la presión para satisfacer la demanda del mercado, los agricultores ya no cumplen con esos principios. Las papas ahora se cultivan por hasta tres años consecutivos. Esto ha creado problemas con las enfermedades que permanecen latentes en el suelo durante muchos años. El cultivo de papa es ahora más intenso, lo cual también agota la fertilidad del suelo y lleva a los productores a utilizar fertilizantes químicos que degradan y, aún más, contaminan el suelo.
Para reducir la presión sobre la tierra, los agricultores están introduciendo variedades o especies que se adaptan mejor al clima actual. Estas son intercaladas, plantadas en diferentes períodos de la temporada o cultivadas a diferentes altitudes. Las legumbres como el tarwi, que fijan nutrientes en el suelo, también se incorporan a los ciclos de rotación. Estas nuevas prácticas están respaldadas por conocimientos ancestrales. Al observar ciertos indicadores, como el florecimiento de los cactus, el aullido de los zorros, la coloración de determinadas algas, el patrón de las nubes y la humedad bajo las piedras, se hacen predicciones climáticas para decidir el momento y la ubicación de las siembras. Los agricultores observan y adaptan constantemente estos indicadores en respuesta a los impactos del cambio climático. Así, al recuperar conocimientos ancestrales y combinarlos con nuevas prácticas agroecológicas, las comunidades rurales son capaces de hacer frente a los desafíos de la globalización y el cambio climático, al tiempo que se alimentan ellas mismas y a las poblaciones urbanas.
Lidia Paz Hidalgo
Trabaja con mujeres campesinas en Bolivia y es técnica agrícola en CENDA.
agrolpaz@yahoo.es