Es importante mirar en qué lugares del mundo se agudizan las características de pobreza, hambre y desnutrición, y cuáles son los factores que las propician. Un factor es la marginación social del campesino, término que ha sido por siglos sinónimo de atraso y que ha servido para que quienes tienen el poder económico y político se aprovechen de la situación de pobreza y marginación social del campesinado para no valorar con equidad el producto de su trabajo y de sus conocimientos. Esto ha significado mantener siempre los precios de los alimentos en el nivel más bajo posible, principalmente en beneficio de las poblaciones urbanas que no producen alimentos pero los demandan. Por otro lado, el valor de los servicios ecosistémicos que aportan los agricultores familiares campesinos está hoy aún lejos de reconocerse. La valorización de estos servicios es una de las reivindicaciones más importantes que toca hacer al movimiento campesino mundial, especialmente ante los actuales efectos del cambio climático.
Otro factor que incide en la marginación del productor campesino es la falta de reconocimiento de la agricultura como una actividad también cultural y no limitada al esfuerzo físico del labrador ni a la espontaneidad de la naturaleza: cada cultivo y cada producto de la cosecha de una chacra encierran conocimiento; parte de este es el legado de saberes originarios y parte es producto de su propia evolución debida a su adecuación a nuevas circunstancias naturales o sociales, como también a las influencias de la educación o adaptación de técnicas y tecnologías promovidas por agentes externos. Existen en el mundo muchos ejemplos que ilustran claramente el valor del conocimiento campesino, como son los procesos de domesticación de especies silvestres tanto vegetales como animales, y la creación de nuevas variedades vegetales para resistir situaciones de estrés climático, así como el manejo de la integralidad de los agroecosistemas y la conservación de la diversidad biológica de los cultivos.
Pero en este momento del mundo, ante la comprobación, por un lado, de la importancia de la producción de alimentos por los agricultores de pequeña escala y, por el otro, su contribución a la preservación de los recursos naturales que garanticen la sostenibilidad de la producción agraria, los organismos internacionales y nacionales que definen las políticas de este sector productivo reconocen la importancia de la producción campesina, aunque se haya adoptado el término “agricultura familiar”. Lo importante es que este reconocimiento se traduzca en políticas que ayuden a las familias agricultoras a romper con el círculo de pobreza en el que aún muchas de ellas se encuentran para que por sí mismas reconozcan el valor y la importancia de su producción y su cultura, lideren su propio desarrollo y salgan de la marginalidad social que las mantiene en un círculo de aislamiento y escasos ingresos económicos. El liderazgo autónomo exige la vinculación directa de los productores campesinos con el mercado, sea este local o nacional, que les permita eliminar la intermediación que reduce las posibilidades de lograr precios justos por sus productos. Pero las negociaciones directas exigen eficiencia en la gestión y para ello el campesinado necesita organizarse y capacitarse, retos que demandan, en un principio, apoyo de las instancias gubernamentales y otras instituciones comprometidas con el desarrollo rural. Un ejemplo de organización colectiva para la comercialización es el de las Escuelas de Aprendizaje Rural en la Acción (EARA; Ríos Labrada y otros, p. 8).
Las políticas gubernamentales de apoyo a los agricultores familiares para su proceso de transición agroecológica o los programas de créditos “verdes” o subsidios por los servicios ecosistémicos son experiencias que han tenido éxito comprobado o están en proceso de lograrlo (Mendonça y otros, p. 5; Zenteno y Canales, p. 15). En una de estas experiencias se presentan situaciones donde toda acción de apoyo a las organizaciones campesinas solo es posible con “la presencia reguladora del Estado” (Michela y otros, p.13). Si esto lo llevamos a escala global, podemos visualizar la importancia que tienen organismos como la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), que ha declarado el 2014 como el Año Internacional de la Agricultura Familiar, pero que todavía no se pronuncia específicamente sobre los riesgos que implican el monocultivo y las prácticas agrícolas convencionales asociadas, como es el uso de insumos industriales de síntesis química o la introducción de variedades de semillas transgénicas, que ponen en riesgo el patrimonio genético de los cultivos básicos para la alimentación en todo el mundo.
En este número de LEISA se presentan experiencias que muestran cómo la agricultura campesina puede romper las limitaciones que impiden salir del círculo de pobreza y marginalidad. La sostenibilidad de la producción de alimentos y de la vitalidad de los agroecosistemas exige el enfoque integrador de la agroecología que involucra las dimensiones ecológicas, sociales, económicas y la activa presencia de sus actores principales a través del diálogo entre el conocimiento campesino y el académico.
Ya en LEISA 26-4, “Interactuar para aprender, aprender para innovar”, nuestro editorial incorporó esta cita de Amartya Sen: “El desarrollo es más que un número. El desarrollo es el proceso de expansión de las libertades reales que disfrutan los individuos”.