junio 2011, Volumen 27, Número 2
Árboles y agricultura

Los árboles en la agricultura: una antigua amistad rescatada del olvido en América

ENRIQUE MURGUEITIO RESTREPO | Página 6-7
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Cuando se recorren los campos de América Latina y el Caribe, llama la atención que los cultivos y los pastizales se ven cada vez más huérfanos de árboles y vegetación arbustiva. Incluso los ríos han sido despojados de sus bosques ribereños (rondas o matas ciliares en Brasil), tan necesarios. Nuestros paisajes parecen estar sufriendo la peste de la monotonía que aqueja a las grandes extensiones agroindustriales de América del Norte, donde a la flora arbórea no se le considera necesaria.

Con argumentos dogmáticos como la urgencia de producir comida para alimentar al mundo, o el imperativo de obtener la máxima renta por unidad de superficie, hemos copiado con poca creatividad una visión del mundo rural centrada en producir más dinero a expensas de los atributos y valores esenciales de la vida en el campo.

Pero en las regiones ecuatoriales y en los subtrópicos del Nuevo Mundo, las promesas de productividad y rentabilidad perpetua del monocultivo no siempre se cumplen en el corto plazo y mucho menos se sostienen en el tiempo. Engañados por un espejismo colectivo durante décadas, los empresarios, campesinos, indígenas y otras comunidades rurales, han perseguido con saña al árbol, condenando su presencia en los agroecosistemas. Según esta visión errada, los bosques nativos solo son de seables en los espacios agrestes o remotos de las áreas protegidas. Así, en nuestros países nos estamos quedando con tierras y gentes empobrecidas, donde el paisaje muestra los rostros tristes de la erosión, la contaminación agroquímica y la degradación de la vida en todas sus formas.

Ante las emergencias generadas por el Cambio Climático en todo el mundo, y en especial por los huracanes de la última década en el Caribe o la sequía asociada al fenómeno de El Niño, parece que hay poco tiempo para pensar en la vulnerabilidad que deja este modelo de desarrollo, y es entonces cuando vale la pena cuestionarnos si en nuestras raíces mestizas están las claves de esta intolerancia. ¿Fueron siempre nuestros sistemas de producción enemigos de los árboles?

En primer lugar, recordemos que la agricultura itinerante de tumba y quema se difundió por todo el continente desde la llegada de los primeros pobladores al continente americano hace algo más de veinte mil años. El fuego ha sido el elemento esencial, desde tiempos prehispánicos, para transformar las coberturas boscosas en vegetación de sabanas, campos cerrados y zonas agrícolas. El uso del fuego era bien conocido además por los conquistadores ibéricos, ingleses y franceses y por los esclavos africanos.

No debemos olvidar tampoco que la violenta inclusión de la región como apéndice de los imperios europeos a finales del siglo XV, se basó en oleadas extractivistas de minerales preciosos, perlas, maderas como el árbol que le dio nombre al Brasil, el palo de brasa o Brasil (Caesalpinia echinata Lam.) el azúcar de caña y las pieles. Todo esto significó la destrucción de numerosas formas ancestrales de cultivo y manejo de la tierra. Sin embargo, fue la multiplicación masiva de los animales domésticos como el ganado bovino, los cerdos, equinos, ovejas y cabras, lo que cambiaría para siempre el territorio americano.

Pero la homogenización del paisaje solo alcanzó su máxima expresión con la mecanización ligada a la Revolución Verde, el desarrollo de la agroindustria, los agronegocios y la multiplicación de los pastos africanos en la ganadería. Buena responsabilidad les cabe a las escuelas de formación de profesionales y científicos del campo sobre este modelo que impone, a través de los sistemas de transferencia de tecnología y crédito rural, una visión tan simple de los ecosistemas.

Otro punto para rescatar del olvido es lo que sabemos de las culturas y civilizaciones amerindias. En todas ellas abundan los ejemplos de amor por la naturaleza y por los árboles. La inclusión de los mismos dentro de los sistemas de generación de alimentos no fue algo excepcional. No en vano muchos de estos pueblos compartieron la veneración de la ceiba (Ceiba pentandra (L.) Gaertn) como árbol sagrado en las islas del mar Caribe, Mesoamérica y norte de Suramérica. Actualmente la ceiba es el árbol nacional de Guatemala y Puerto Rico. Tres ejemplos adicionales evidencian la importancia de las plantas leñosas asociadas a cultivos prehispánicos:

• Los huertos frutales donde se domesticaron y seleccionaron por siglos, magníficos alimentos como el aguacate (Persea americana Mill.), el chicozapote, chicle o níspero (Manilkara zapota (L.) P. Royen), la guanábana (Annona muricata L.), fueron modelos mixtos de árboles asociados con las plantas de ciclo corto como el maíz, los frijoles, las calabazas, el ají o chile y la yuca o mandioca. En algunas regiones se hicieron sofisticadas adiciones con plantas volubles como una orquídea de aromáticos frutos conocida como la vainilla (Vanilla planifolia Jacks. ex Andrews) en México, o una bromelia ahora universal, la piña o ananá (Ananas comosus (L.) Merr) en Sudamérica.

• El cacao (Theobroma cacao L.), cuyos famosos frutos fueron moneda de cambio entre pueblos y dieron origen al chocolate, la bebida de los dioses, fue domesticado tal vez hace más de tres mil años a partir de plantas silvestres de las selvas amazónica y orinocense que luego fueron cultivadas en los bosques de Mesoamérica.

• La yerba mate (Ilex paraguariensis Saint Hilaire) es una especie arbórea originaria de las cuencas de los ríos Paraná y Paraguay, donde crece en estado silvestre formando parte del sotobosque. De sus hojas se prepara el mate, una infusión estimulante de empleo común en Argentina, Brasil, Bolivia, Paraguay y Uruguay. El impulso a su extracción y luego cultivo en los albores del siglo XX fue a partir de lo iniciado por las misiones jesuitas, pero la herencia de las actuales plantaciones con podas y árboles de sombrío tienen un origen claramente guaraní.

No obstante la riqueza de los ejemplos amerindios, sería un error no recordar que también en la tradición rural de los colonizadores europeos hay extraordinarios ejemplos de convivencia agropecuaria con los árboles. Basta recordar los milenarios olivares mediterráneos, testigos de la historia de las civilizaciones, o el espléndido paisaje de la dehesa española y portuguesa con más de dos millones de hectáreas, donde desde hace centurias se crían los cerdos ibéricos alimentados con bellotas de encino (Quercus ilex L.).

De esta misma Iberia, fusión de cartagineses, romanos, musulmanes, cristianos y godos, nos queda el legado de los limoneros y naranjos dispersos por todo el continente americano y no siempre en cultivos homogéneos. En tanto que, desde el remoto oriente, por la ruta del galeón de Filipinas se introdujo a México la morera (Morus alba L.), para alimentar al gusano de seda.

Y a pesar de su llegada al continente americano como esclavos, los africanos no vinieron con las manos vacías. Gracias a ellos, generaciones enteras han podido alimentarse con los plátanos y bananos (Musa paradisiaca L.) que hoy acompañan todos los huertos tropicales del continente. Introducción tan valiosa, como otra y milenaria, la de la palma africana de aceite (Elaeis guineensis Jacq.) en el nordeste de Brasil.

Entonces, a la tristeza y arrogancia de los monocultivos, podemos anteponer la memoria colectiva de una región que es la antípoda de la uniformidad. En efecto, en un enorme crisol cultural se han fusionado con una asombrosa creatividad la variedad agropecuaria y la diversidad culinaria. Y en esta cotidianidad, los productos de los árboles y arbustos no cesan de hacer sus contribuciones a la mesa y a los hogares de pobres y ricos, creando riqueza, manteniendo la identidad y la alegría de las naciones del continente de la esperanza.

Hoy más que nunca, los árboles y la flora leñosa deben ser la inspiración de una nueva ciencia regional, que se nutre de una antigua amistad entre los pueblos y su naturaleza, y que ya es capaz de expresarse sin timidez en el concierto global, mostrando sus avances en los cultivos de café, cacao, vainilla, yerba mate y otros muchos amigos de la biodiversidad gracias al sombrío de los árboles; en los nuevos huertos de las frutas tropicales y sin duda alguna, en los sistemas silvopastoriles que al rehabilitar los paisajes de paso están realizando una poderosa reconversión ambiental y social de la ganadería tropical.

Enrique Murgueitio Restrepo
Fundación CIPAV, Colombia

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