Cientos de miles de pequeños productores están involucrados en programas, proyectos o experiencias participativas destinadas a emprender el tránsito hacia una agricultura más sostenible. La pequeña agricultura no es un lastre para la modernización del campo, es una realidad concreta con un enorme potencial. Y tan concreta es esta realidad que se calcula que el 80 por ciento de la producción agraria en el mundo viene de sistemas agrícolas de pequeña escala. En buena parte del mundo en desarrollo, en particular donde se vive un boom de las agroexportaciones, con frecuencia se olvida mencionar que la seguridad alimentaria de sus países está basada en la pequeña agricultura. ¿Por qué quieren tantas familias de pequeños productores transformar sus sistemas?
Las razones pueden ser muy variadas. Muchos quieren hacer su sistema más rentable, disminuir los costos de producción y elevar la productividad para enfrentar los bajos precios que reciben por sus productos, afectados por políticas internas que favorecen al consumidor urbano y por un sistema de intercambio internacional injusto, en el que deben competir con productores fuertemente subsidiados. Otros aprecian lo que aprendieron de sus antepasados y quieren desarrollar sistemas originales, adaptados a sus condiciones, conservando sus recursos genéticos, revalorizando los saberes locales y complementándolos con nuevos conocimientos producto de la investigación académica o de la que realizan otros pequeños productores alrededor del mundo. Algunos quieren tratar a su ambiente de una manera responsable y cariñosa, ya que es la única o la mejor herencia para sus hijos y, por otro lado, se preocupan por la salud y el potencial contaminante de muchas sustancias agrícolas modernas. Otros quieren acceder a mercados específicos en sus países o en los países ricos, como el de productos orgánicos o el comercio justo, debido a las ventajas económicas y a su crecimiento constante en muchos países, aunque aún reducido en una escala global.
Pero lo que varios de los artículos en este número nos muestran es aún más amplio. Se ve, por ejemplo, que la sostenibilidad estará seriamente comprometida si sólo se sustituyen insumos externos con reemplazos locales y se dejan intactos sistemas basados en la simplificación del monocultivo, olvidando el indispensable fomento de la agrobiodiversidad y de la complementariedad entre la actividad agrícola con la ganadera, acuícola, forestal, artesanal o ecoturística, así como del establecimiento de redes más funcionales entre el campo y la ciudad. También se muestran esfuerzos por hacer que la transición sea un proceso de análisis profundo entre técnicos y las familias productoras, que tome en cuenta las necesidades, intereses y aspiraciones de la gente, las demandas de los mercados y el establecimiento de métodos y procedimientos de verificación de los avances de una manera concreta. Este seguimiento de avances debería ser útil hacia adentro, para las familias campesinas y las organizaciones de desarrollo, pero también hacia afuera, para los tomadores de decisiones, los escépticos, los opositores, las fuentes donantes o crediticias, la sociedad en general, cada vez más urbanizada y alienada.
Pero una de las lecciones más relevantes que nos dejan estas experiencias es que el proceso de transición hacia una agricultura alternativa tendrá mayor potencial de ser sostenible si se enfatiza la transformación personal y grupal. Personal en el sentido de reforzar valores que la vida moderna relativiza u olvida, como la solidaridad, el amor por lo recibido, la honestidad y el pensamiento a largo plazo. Grupal, porque las experiencias más interesantes de agricultura sostenible están generalmente basadas en la participación de la gente, en el fortalecimiento de organizaciones de productores, en el compromiso por un destino común.
Un buen ejemplo de esto último son los sistemas internos de control (SIC) para asegurar la certificación orgánica. Sabemos que muchos de estos SIC, indispensables para que buena parte de los productos orgánicos de América Latina, África y Asia lleguen a los mercados de Europa, EEUU o Japón, en realidad no son internos ya que son manejados por técnicos de las empresas intermediarias o de las ONGs, sin mayor capacitación e involucramiento activo de los productores. Estos SIC suelen responder a una necesidad del mercado y aseguran un producto con bajo uso de insumos externos pero no son necesariamente sostenibles. Los casos más interesantes se dan cuando los SIC son asumidos paulatinamente por los propios productores, quienes establecen esa estructura de articulación productiva en su localidad, cooperativa u asociación para poder garantizar la calidad orgánica de la producción pero también para más. Por ejemplo como instrumento de planificación productiva, para la mejora colectiva de infraestructura, para incidir en la educación de sus hijos o para entablar relaciones más horizontales con los agentes del mercado y los tomadores de decisiones.
Esperamos que la revista sirva de motivación para profundizar la reflexión, pasar un buen rato, poner bien los pies en la tierra y, ojalá, concretar un sueño compartido.