Ahora bien, a lo largo de nuestra historia ha habido dos claros sesgos en la gestión del agua. El primero es el sesgo agrario: hasta la aprobación en 2009 de la última Ley de Recursos Hídricos, lo que hemos tenido es una legislación que miraba sobre todo a la agricultura, que era la actividad principal, pero históricamente era también la base del poder de hacendados y oligarcas. El otro sesgo, que de alguna manera se mantiene todavía en nuestra política agraria e hídrica, es el sesgo costeño. Eso es explicable porque en la costa es donde están las tierras más ricas, más cercanas a los puertos y aeropuertos, y últimamente, tierras que no son ocupadas, me refiero a tierras eriazas y entonces, lo que falta es agua. Desde inicios del siglo XX, el Estado peruano ha financiado una serie de grandes proyectos para traer agua de la cuenca del Amazonas a la costa. Allí tenemos algunos cambios pero, yo diría que sobre todo en los últimos años, este sesgo costeño, a favor de la agricultura, ahora de la agroexportación, se mantiene.
LEISA: ¿Qué tipo de políticas están siendo mayoritariamente implementadas en América Latina?
LC: Lo que se volvió referente a nivel mundial fue la legislación chilena, el Código de Aguas de 1981, establecido durante el gobierno de Pinochet y que, dicho sea de paso, es la única legislación nacional que dispone que los derechos sobre el agua asignados a los distintos usuarios tengan la protección del derecho de propiedad. Es decir, no los convirtió en un derecho de propiedad, pero les dió la misma protección. Y obviamente ahí se generó una concentración de derechos sobre el agua que benefició sobre todo a algunas empresas de generación de energía eléctrica y otros sectores. En otros países ha habido cambios, pero las políticas que se mantienen son de alguna manera similares. Pensamos en el caso de Ecuador, con algunas diferencias con el Perú, pero también con un desarrollo importante de productos de agroexportación, uno de cuyos principales y más conocidos productos son las flores.
En Ecuador hay una tensión por el control del agua entre las empresas y las poblaciones locales, las comunidades campesinas. Y obviamente el Estado, al igual que aquí, privilegia a estas empresas por su importancia económica, en especial la generación de divisas, y hay de hecho un cierto control. Lo mismo podríamos de decir de Colombia. Bolivia es un caso distinto; tiene una regulación formalmente más antigua que Colombia, Perú, Ecuador y Chile, y en el marco del proceso político de estos años, más bien ha introducido algunos elementos que atienden al riego campesino. Una peculiaridad que la hace distinta de los casos de otros países andinos.
LEISA: En el caso del Perú, ¿cuáles son en concreto las políticas referentes a la seguridad de contar con agua de riego para la agricultura familiar que están siendo implementadas?
LC: Lo más significativo es el programa “Mi riego”, que empezó con la gestión del economista Von Hesse, en el Ministerio de Agricultura, que aprobó, además de un incremento del presupuesto del sector para 2013, un fondo de mil millones de soles para riego, sobre todo para la sierra. El problema está en que, como ese fondo fue creado de manera inesperada, no existían capacidades especializadas para acceder a los recursos siguiendo el mecanismo especificado en la ley. Creo que por las dificultades encontradas en la preparación y tramitación de proyectos, finalmente el objetivo no se cumplió. Hay otras iniciativas, como por ejemplo una ley de riego tecnificado, pero que se entrampa por la poca respuesta en términos financieros de los gobiernos regionales y locales. Con la Ley de Recursos Hídricos se afirma reiteradamente que el Estado reconoce y respeta los derechos de las comunidades campesinas y nativas a seguir usando las aguas que tradicionalmente usan. El problema con esto es que, a diferencia de los usuarios particulares a quienes se les otorga y exige tener una licencia, en el caso de las comunidades campesinas muchas veces el no tener licencia hace que esto pueda quedar como una norma declarativa. A mí me preocupa que, al incrementarse la demanda de agua por el crecimiento de las ciudades y otros usos industriales, mineros, energéticos, etc., y ante la menor disponibilidad de agua que puede haber debido al cambio climático, las comunidades sin una licencia de agua puedan en unos pocos años quedarse simplemente con esa declaración hueca. La ley no considera la necesidad de la seguridad jurídica y acciones mucho más claras en favor de las comunidades campesinas, y no reconoce que en muchos casos, son las que cuidan y generan el agua que se consume en las zonas media y baja del país.
LEISA: De otro lado, en Revista agraria 174, de junio de 2015, Pedro Castillo Castañeda de CEPES, escribe: “Así por ejemplo, una gran propiedad no solo acumula tierra sino que exacerba la disputa por otros recursos naturales, como el agua”. ¿Puedes comentar esta apreciación?
LC: Efectivamente, hay acaparamiento de tierras y de agua. Especialmente en la costa porque no llueve y no se puede hacer agricultura si no se cuenta con riego. En la sierra y la selva llueve y se tiene agricultura de secano, lo cual es imposible en la costa. Con la República, en 1902 hubo un código de aguas que permitió la apropiación privada, lo cual impulsó el crecimiento de las haciendas. La Ley General de Aguas de 1969 estableció un régimen distinto. Pero ahora lo que tenemos, y no por el cambio en la ley de aguas, sino por un cambio en la legislación sobre la propiedad de la tierra y en general por la política económica y agraria, es una serie de normas que incentivan las grandes inversiones. En la agricultura de la costa operan varios grupos económicos, el más importante es Gloria, que controla, o controlaba (porque no tenemos datos recientes) 80 mil hectáreas. Entonces, evidentemente hay un proceso de concentración de tierras, y si es en la costa, requiere agua. ¿Cómo se está haciendo en los últimos años? Tomemos el caso del proyecto Chavimochic, que es presentado por el Banco Mundial como un modelo exitoso y transparente de riego y asignación de tierras, pero donde 11 empresas tienen alrededor del 90% de esas 43 a 48 mil hectáreas ganadas al desierto mediante una gran inversión del Estado peruano. Algo semejante ocurre con el proyecto Olmos donde se ha subastado tierra que era de comunidades campesinas, en su mayoría comprada por el grupo Gloria.
LEISA: ¿Están teniendo las industrias extractivas más oposición y rechazo de las comunidades?
LC: Con relación a las industrias extractivas, se trata sobre todo de las grandes minas en la sierra. Y ahí el tema es bastante complejo, porque no tenemos estudios serios de disponibilidad de agua a largo plazo –10 años mínimamente–. Además, en el caso del Perú hay dispersión de competencias entre el Ministerio de Agricultura (MINAGRI), la Autoridad Nacional del Agua (ANA), los gobiernos regionales, los gobiernos locales. A pesar de lo que dice la ley, no hay propiamente todavía una autoridad única en materia de gestión.
LEISA: ¿Cuál debe ser ahora la estrategia de los agricultores familiares campesinos para defender su derecho al agua suficiente y de calidad?
LC: Hay varias cosas que se tienen que hacer. A pesar de todo lo que se ha hecho en estos años, es importantísimo llevar a cabo una labor de educación y de difusión sobre los derechos que tienen los campesinos. Ni el gobierno ni el congreso se han preocupado de difundir normas que son positivas.
¿Cuántas comunidades campesinas saben que, en lo que respecta al agua, el Estado garantiza sus usos y costumbres? No basta con tener una ley si es que el beneficiario, el destinatario, no la conoce y, por tanto, no puede ejercer sus derechos adecuadamente. Eso es lo que puede permitir establecer negociaciones mucho más transparentes con las industrias extractivas, pero también con el propio Estado. Estamos hablando de una labor que va más allá de la mera información para facilitar realmente el ejercicio de derechos y de obligaciones. Lo otro es, por supuesto, conocer mejor las cuestiones vinculadas al riego y eso es otra vez una responsabilidad que tiene el Estado.
Laureano del Castillo
Abogado, director ejecutivo del Centro Peruano de Estudios Sociales – CEPES, Lima. Graduado en la Pontificia Universidad Católica del Perú, egresado de la Maestría en Derecho con mención en Derecho Constitucional. Cuenta con un Diploma de Estudios en Derecho Ambiental.
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