como editores de LEISA constatamos la debilidad aún existente en las organizaciones de productores campesinos, que requieren fortalecer la representatividad de sus agremiados y su capacidad de negociación conjunta en los mercados locales y nacionales, para que su voz sea escuchada por las instancias de nivel nacional, regional e internacional. Un caso que ejemplifica esta falta de fortaleza es la lucha por las semillas de calidad y la no proliferación de los cultivos transgénicos en América Latina, en la que las organizaciones de productores presionan y los propulsores de su introducción se retraen circunstancialmente, pero luego vuelven a la carga pues los representantes de las organizaciones de base no actúan de forma conjunta por falta de información y de institucionalidad.
La verdad es que, en los últimos cinco años, la globalización o internacionalización de los mercados, junto con situaciones que afectan a todo el planeta, como son el cambio climático y las amenazas de incremento de los procesos de desertificación por el mal manejo de los recursos naturales, han generado escenarios de crisis que no eran tan evidentes como lo son ahora. Un ejemplo de ello es la proclamada crisis en la producción de alimentos básicos y su consecuente encarecimiento, algo que limitará el acceso de los sectores más pobres de la sociedad que en los países latinoamericanos son los pobladores rurales de zonas alejadas de las urbes, cuya presencia política en el ámbito de la economía nacional es débil, excepto cuando se trata de movimientos contra el acaparamiento de tierras y aguas por las industrias extractivas y las explotaciones agroindustriales.
A la vez, paradójicamente, organismos internacionales como la ONU y la FAO constatan ahora que son los pequeños productores agrarios –los más pobres de la región– quienes producen más del 60% de alimentos en América Latina y el Caribe (R. Benítez, Representante Regional de la FAO para América Latina y el Caribe, en Boletín de agricultura familiar de América Latina y el Caribe, julio-septiembre, 2012), y además resaltan el papel de la agricultura familiar en el mantenimiento de los agroecosistemas y las culturas rurales y de la biodiversidad, y como alternativa para la seguridad alimentaria. Por ello han declarado el 2014, como el Año Internacional de la Agricultura Familiar, logro de la presión de asociaciones internacionales de agricultores campesinos, como el Foro Rural Mundial, Vía Campesina y otros, acompañados por ONG que trabajan en todos los continentes.
Pero, reconociendo el avance de esta incidencia política sobre los organismos internacionales, y el que las organizaciones de campesinos hayan logrado grandes reivindicaciones sociales, como los procesos de reforma agraria, nos preguntamos por qué esa fuerza y reciprocidad en el trabajo conjunto no se manifiestan ante los nuevos retos que enfrenta el campesinado en los ámbitos de innovación técnica para la mejora de su productividad y en la negociación para que su producción, sobre todo la agroecológica, sea retribuida con precios justos en los mercados urbanos. Será tal vez que la acción colectiva está disminuida por la falta de confianza en sí mismos y en la acción del Estado, que ha estado más orientada a programas asistencialistas que a reconocer las potencialidades de los agricultores como socios en el quehacer del desarrollo sostenible y la erradicación de la pobreza.
En este número publicamos varios ejemplos de experiencias positivas de acción colectiva de campesinos, quienes han logrado una inserción ventajosa en el mercado, como es el caso de servicios especializados para la cadena productiva de la alpaca (A. Fernández Luna, página 16). O como en el caso del sistema de garantía participativo (SGP), en el cual organizaciones de base han asumido la certificación participativa de su producción ecológica y se unen en plataformas que influyen en la autoridad política local y la comprometen, lo que significa asumir el reto contemporáneo de hacer evidente al consumidor y a los políticos que la producción campesina toma las riendas de su propia innovación técnica y de gestión para agregar valor al resultado de su trabajo y conseguir la retribución económica que le corresponde (S. Quispe M., página 7).